HISTORIA DE LOS PAPAS

LEÓN XII

Papa CCLII
(28 septiembre 1823 - 10 febrero 1829)

Personalidad y carrera eclesiástica. Annibale Della Genga, hijo del conde Della Genga, nació el 22 de agosto de 1760, cerca de Espoleto, en el castillo de su familia. Cursó estudios en la Academia Romana de Nobles Eclesiásticos. Recibió la ordenación sacerdotal en 1783. Pío VI le nombró camarero secreto en 1792, y al año siguiente fue designado titular del arzobispado de Tiro. A partir de 1794 desempeñó funciones diplomáticas como nuncio en Colonia y en Munich y participó en las negociaciones para la elaboración del concordato germano en la Dieta de Ratisbona, pero debido a las guerras napoleónicas tuvo que trasladarse a Augsburgo y a Viena. Las presiones de Napoleón le obligaron a retirarse de la carrera diplomática y se recluyó en la abadía de Monticelli.

Al ser restaurado Luis XVIII (1814-1824) en el trono francés, reaparece en las negociaciones diplomáticas de París, como comisionado de Pío VIL Pero bien porque no comprendiera la trascendencia de su misión, o bien porque actuase con negligencia, lo cierto es que viajó con tanta calma que llegó a la capital de Francia un día después de la firma de la primera Paz de París (30 mayo 1814). Al no haber ningún representante de la Santa Sede que hiciera valer sus derechos, los franceses se adjudicaron Aviñón y los austríacos las legaciones. Se ganó por ello un durísimo reproche de Consalvi (1757-1824), que como secretario de Estado tuvo que reclamar la soberanía de esos territorios durante las conversaciones de Viena. A pesar del incidente de París, Pío VII le nombró cardenal y obispo de Senigallia en 1816, en consideración a sus cualidades y a los méritos contraídos durante su permanencia en Alemania. En 1820 el papa le designó su vicario en Roma. Como nuevo sucesor de san Pedro, eligió el nombre de León XII por veneración a san León Magno (440-461).

Los acontecimientos revolucionarios, ante los que ninguna nación europea pudo permanecer indiferente, marcaron con más claridad la línea divisoria entre las dos tendencias existentes en los Estados Pontificios: los zelanti y los poUticanti. Los zelanti («celosos») pueden identificarse con los prelados más intransigentes de Roma; capitaneados por los cardenales Bartolomeo Pacca (1756-1844) y Agostino Rivarola, eran partidarios de mantener la organización social y política del Antiguo Régimen, por lo que frente al liberalismo mantenían posiciones de un radical enfrentamiento. Por lo mismo que el radicalismo revolucionario había intentado construir un nuevo orden haciendo tabla rasa del pasado, los zelanti, a tono con la época de la Restauración, defendían la postura de que nada debía cambiar. Enfrentados a este sector se encontraban los políticanti, que admitían la posibilidad de modificar la organización social de los Estados Pontificios; es más, de hecho pensaban que el desmoronamiento de las estructuras de los Estados Pontificios, provocado por la política napoleónica durante los años de ocupación, se presentaba como una magnífica e irrepetible oportunidad para levantar unos nuevos Estados Pontificios reformados administrativamente. El personaje más representativo de los políticanti era, sin duda, el cardenal Consalvi.

Pues bien, al comenzar el cónclave (2 septiembre 1823) todo parecía reducirse a un pulso entre los zelanti y los poUticanti. Por lo demás, en 1823, triunfante el sistema de la Restauración en toda Europa que se había propuesto la reposición del absolutismo político, la opinión pública en los territorios de la Iglesia se había vuelto contra Consalvi, al que no se le perdonaba que durante el pontificado anterior hubiera introducido medidas «revolucionarias» en los Estados Pontificios, como la supresión de los derechos feudales de la nobleza o la abolición de los privilegios de algunas ciudades. Quienes promovían esta campaña contra Consalvi, presentándose como patriotas italianos, le acusaban además de haberse vendido a Austria, de modo que los zelanti consiguieron que el anterior secretario de Estado entrara en el cónclave sin posibilidad alguna de ser elegido. Ahora bien, por plantear esta estrategia, a su vez los zelanti se granjearon la enemistad de la corte de Austria y acabaron siendo vetados, «no por la rigidez de sus principios —como escribe el que fuera ministro de Asuntos Exteriores francés, Chateaubriand—, sino por ser demasiado italianos para ella».

Lo cierto es que el nombre del cardenal Della Genga no figuraba en los pronósticos previos al cónclave. Como escribió el cardenal Wiseman (1802-1865)

(Recollections of the Last Four Popes, Londres, 1858) al describir el desfile procesional de los cardenales en la entrada del cónclave, «nadie quizás se fijó en una figura alargada y demacrada que caminaba débilmente y llevaba en sus rasgos la palidez de un hombre que parece no salir de una enfermedad sino para ponerse de cuerpo presente». Desde luego que el cardenal Della Genga por ser vicario de Roma desde hacía tres años debía haber gozado de una enorme popularidad, sin embargo era un perfecto desconocido entre los fieles de la Ciudad Eterna, porque debido a su precaria salud había permanecido muchos más meses convaleciente en la cama o en su habitación que en activo. En consecuencia, concluye el cardenal Wiseman, «a Della Genga una elección más elevada que la voluntad de los hombres le había destinado a un trono». El 28 de septiembre, 34 de los 49 electores le dieron su voto. Eran suficientes para que hubiese papa. Sólo faltaba saber si el elegido iba a aceptar; pues, al conocer el resultado, Della Genga fue el primer sorprendido y justificó las dudas que tenía manifestando con toda sencillez: «Habéis elegido a un cadáver.» Pero tras unos primeros momentos de incertidumbre, la insistencia de sus electores le acabaron por convencer.

El gobierno del Estado pontificio y las relaciones diplomáticas. Una de las primeras medidas de León XII fue sustituir en la Secretaría de Estado a Consalvi por el cardenal Giulio Maria Della Somaglia (1744-1830), quien a todas luces tenía graves inconvenientes para desempeñar ese cargo: 80 años, carencia de dotes de gobierno y falta de experiencia. Debido a sus características y por pertenecer Somaglia a los zelanti, su nombramiento se interpretó como una maniobra de ese grupo para situar a un personaje manejable, y en el mismo sentido se entendió la constitución de una congregación de Estado integrada por cardenales para gobernar los Estados Pontificios y la Iglesia en una dirección intransigente.

Tales presagios se confirmaron por lo que se refiere al gobierno interno de los Estados Pontificios, donde los tribunales, el gobierno de las ciudades, la recaudación de impuestos y la administración volvieron a ser muy semejantes a los de la etapa del Antiguo Régimen. Sin duda, la política intransigente de los zelanti en los Estados Pontificios quedó patente en la lucha contra el bandolerismo y la represión contra los carbonarios en la Romana. La ejecución en 1825 de dos de los carbonarios más influyentes, como Targhini y Montanari, culpables de homicidio, desató una campaña de críticas contra el papa en una parte de la prensa francesa e inglesa. Por otra parte, la política represiva no sirvió para acabar con las actividades de esta sociedad secreta. Al contrario, incitó a un levantamiento de los carbonarios en la Romana y para sofocarlo tuvo que ser enviado el cardenal Agostíno Rivarola, como legado extraordinario del papa. Apoyándose en la contra-secta de los sanfedisti, se empleó con mano muy dura. Condenó a 513 personas al exilio o a la prisión y firmó siete penas de muerte. Los carbonarios respondieron con represalias, en una de las cuales cayó asesinado el secretario de Rivarola, el canónigo Muti. Rivarola fue entonces sustituido por Internizzi, que tampoco fue capaz de imponer la calma, de modo que el bandolerismo y la agitación de los carbonarios se convirtieron en los dos problemas más graves de orden público en los Estados Pontificios.

Los primeros momentos del pontificado de León XII, sembrados de vacilaciones, fueron bien diferentes al mandato de línea segura de su predecesor. Con un papa al pie de la tumba y un secretario de Estado octogenario e inexperto, se agitaron más de lo debido los círculos clericales, de ahí que hiciera fortuna en esos primeros meses la frase de uno de los pasquines aparecidos en Roma, que decía que en la Ciudad Eterna todo se había vuelto «ordini, contrordini, desordini». Por las características del papa elegido daba la impresión que se hubiera querido trasladar el verdadero gobierno de la Iglesia al grupo de los zelanti, y que León XII estaba destinado a ser sólo un instrumento en sus manos sin reconocerle capacidad de iniciativa. Ahora bien, esta trayectoria zigzagueante inicial de órdenes y contraórdenes no era tanto la manifestación de la debilidad de un papa anciano, como el reflejo del esfuerzo que León XII comenzó a realizar, una vez nombrado, para librarse de la tutela de los zelanti.

Los partidos se esfuerzan —se llegó a escribir entonces— por todo tipo de medios en elevar a los puestos a los hombres de su elección; pero una vez llegados a ellos, éstos encuentran un horizonte que les abre nuevas posibilidades. Ven con nuevos ojos y gobiernan con nuevas miras. Los amigos surgen entonces y les instigan. Un hombre honesto en semejante situación se aflige, pero no duda de la elección que debe hacer. He aquí el porvenir de la historia del papa que hoy tenemos (J. Leflon, La Revolución, en A. Fliche y V. Martín, Historia de la Iglesia, t. XXIII, Valencia, 1975).

En efecto, sobre todo a partir de 1825, León XII iba a dar sobradas muestras de que disponía en su conciencia de un ámbito libre de influencias para decidir por sí mismo. Para ese mismo año, anunció la celebración de un jubileo, el primero después de cincuenta años. El papa tomó esta decisión a pesar de la hostilidad de la mayor parte de la curia, contra la oposición frontal de los monarcas absolutistas, que entendían que el engrandecimiento de la figura del papa empequeñecía la suya, y frente a las protestas de los liberales radicales que, por reducir la religión a un sentimiento del interior de cada conciencia, no estaban dispuestos a permitir manifestaciones públicas del hecho religioso. En la bula de promulgación, el papa justificaba esta iniciativa para «despertar el sentido del pecado y sus responsabilidades [...] liberar a las almas del yugo del demonio y sacudirse su dominio a fin de conseguir la verdadera libertad, la de los hijos de Dios, con la que Dios nos ha gratificado». En efecto, no fueron pocos los obstáculos que le salieron al paso al sumo pontífice, pero frente a las noticias que le llegaban sobre tan variada oposición, León XII mostró una energía inesperada y una y otra vez contestaba invariablemente: «Pueden decir lo que quieran —repetía a los mensajeros—; el jubileo se hará.»

Y, en efecto, se celebró el jubileo; fue un éxito y acudieron a la Ciudad Eterna multitudes de fieles de toda Europa a pesar de las deficientes comunicaciones de aquella época. La afluencia a Roma de tantos peregrinos sirvió para estrechar todavía más los lazos de unión entre los fieles católicos y la cabeza visible de la Iglesia. Durante las celebraciones se pudo contemplar al pontífice en la silla gestatoria muy en tono «restaurador», como inmortalizara Horace Vernet (1789-1863) en su famoso cuadro, que de un modo plástico refleja la mentalidad tradicional de León XII; pero también quienes acudieron a Roma pudieron apreciar otras facetas del romano pontífice, como por ejemplo que a pesar de su deficiente salud y sus muchos años siguiese las procesiones con los pies descalzos.

Pues bien, si existe un León XII tradicional que rompió con la línea de su predecesor Pío VII en ciertos aspectos del gobierno interno de la Iglesia, sin embargo en otros puntos la continuó, como sucedió con la reactivación de la política concordataria. En diciembre de 1823 León XII, como reconocimiento de la valía del anterior secretario de Estado, llamó a Consalvi, que vivía retirado en su villa de Porto d'Anzio, y le nombró prefecto de la sagrada congregación De Propaganda Fide. Sin embargo, ninguna ayuda le pudo reportar al pontífice este nombramiento, pues Consalvi falleció pocos días después, en enero de 1824. En 1828, reemplazó a Somaglia en la Secretaría de Estado por el cardenal Tommaso Bernetti (1779-1852), que había sido la mano derecha de Consalvi. De modo que su política exterior prosiguió la línea independiente trazada por Pío VII para garantizar un ámbito de autonomía, imprescindible para llevar a cabo la misión sobrenatural de la Iglesia.

León XII impulsó las negociaciones ya iniciadas en el pontificado anterior para firmar un concordato con los Países Bajos, según el mapa de Viena integrados por el territorio protestante de Holanda y la zona católica de Bélgica. Su monarca era Guillermo I (1815-1840), de la casa Hannover, un rey de religión protestante y dependiente de Inglaterra. Guillermo I, a pesar de no ser católico, pretendía reservarse el nombramiento de obispos, alegando que era prerrogativa suya heredada al ser sucesor del rey de España. Otro de sus empeños consistió en controlar la formación del clero, sometiéndolo al monopolio de la universidad. Sin embargo, según lo aprobado en el concordato de 1827, retuvo sólo el derecho de veto, ya que la propuesta de obispos recaía en los cabildos, el obispo a su vez controlaría los cargos en sus diócesis y el Estado se obligaba a dotar de sueldo fijo al clero, que en contrapartida estaba obligado a prestar un juramento de fidelidad. El concordato suponía un balón de oxígeno para la población católica belga, que lo consideró como un auténtico triunfo, pero el rey de Holanda torpedeó la práctica de los acuerdos que muy pronto quedaron en papel mojado. Las últimas consecuencias del incumplimiento del concordato no las pudo ver León XII. Toda esta situación provocó la reacción de los belgas que, unidos a los protestantes liberales y con el impulso a su favor del ciclo revolucionario del verano de 1830, acabaron por segregarse de Holanda.

Respecto a Inglaterra, León XII prosiguió la táctica iniciada por Consalvi de apoyarse más en la diplomacia que en la intransigencia de los católicos irlandeses. Sólo por un par de meses la muerte le impidió ver los resultados. Ésta fue también la línea y los objetivos que se trazó Daniel O'Connell (1775-1847) al restablecer en 1825 la Asociación Católica: reforzamiento de los comités diocesanos y parroquiales para la recogida de firmas y organización de mítines para cambiar la opinión pública. Así las cosas, en 1828, y a pesar de que por ser católico no se lo permitía la ley, O'Connell se presentó a las elecciones en el condado de Clarke, donde obtuvo un excelente éxito sobre su rival, e incluso intentó ocupar su escaño en el Parlamento. Los tories comprendieron la estrategia de O'Connell: o atendían las demandas de los católicos o con sus votos podrían derribar su gobierno. Ante esta disyuntiva, Wellington (1767-1852) forzó al rey, Jorge IV (1820-1830), para que concediese la emancipación de los católicos en abril de 1829. Así pues, se aprobaba esta reforma por puro pragmatismo, más que por el respeto al derecho que asistía a los católicos. A partir de entonces se restringía en las islas el juramento de obediencia sólo al aspecto civil y se reconocía a los católicos sus derechos políticos y civiles, por lo tanto podrían ser también candidatos en las elecciones y ocupar cargos en la administración, salvo algunos que permanecieron vetados a los católicos hasta el siglo xx.

También en Iberoamérica León XII prosiguió la línea de su predecesor. Hasta la independencia de las naciones americanas, los titulares de las diócesis eran peninsulares nombrados por el rey de España (P. de Leturia, Relaciones entre la Santa Sede e Hispanoamérica, t. II). Tras la independencia, se duplicaron las injerencias, de modo que ante los intentos de control en el nombramiento de los obispos tanto por parte de los gobiernos de las naciones independizadas como por parte del rey de España, Fernando VII (1808-1833), en 1826 el papa nombró a Mauro Cappellari (1765-1846) —el futuro Gregorio XVI—, prefecto de la congregación De Propaganda Fide, y puso bajo su gobierno las comunidades cristianas recién independizadas, para proceder al nombramiento de obispos sin consultar a nadie. Sin embargo, las presiones de Fernando VII —que también asentaba su reinado sobre la alianza del trono y el altar— entorpecieron de tal manera los proyectos de León XII, que fue necesario volver al antiguo sistema del nombramiento de vicarios apostólicos para no violar el patronato regio, lo que provocó un auténtico caos en el gobierno de los católicos del continente americano en los años sucesivos.

Los problemas doctrinales. No quedaría completo el boceto del pontificado de León XII sin una referencia a los problemas doctrinales de estos años. Con la bula Quod divina Sapientia (1824) el papa reorganizó los planes académicos en las siete universidades de los Estados Pontificios (Roma, Bolonia, Perugia, Fermo, Ferrara, Macerata y Camerino), donde se impulsaron los estudios de apologética, derecho canónico, liturgia y arqueología. En su primera encíclica, Ubi primum (3 mayo 1824), trató de hacer frente a los errores que amenazaban a la fe. Este documento comenzaba con unas recomendaciones a los obispos, con el fin de que la buena doctrina se asentara sobre el buen ejemplo. En este sentido, recordaba a los sucesores de los apóstoles sus obligaciones de residir en sus diócesis y de realizar las visitas pastorales, así como a esmerarse en la elección de candidatos dignos y preparados a la hora de conferir el sacramentó del orden sacerdotal. A continuación llamaba la atención sobre el indiferentismo y sobre todas las corrientes de pensamiento que coincidían en «enseñar que Dios ha dado al hombre una libertad absoluta, de manera que cada uno pueda sin peligro para su salvación, abrazar y adoptar la secta y la opinión que le convenga según su propio juicio». Y concluía la encíclica haciendo un llamamiento a todos los obispos para que, reaccionando frente al galicanismo y al josefinismo, cerraran filas junto al papa.

Y en cuanto a los aspectos doctrinales durante este pontificado, también hay que volver a referirse a Francia. Tanto durante el reinado de Luis XVIII (1814-1824) como en el de Carlos X (1824-1830), León XII tuvo que enfrentarse a las tendencias galicanas de estos dos monarcas absolutistas. Además de interferir en las competencias sobre el nombramiento y la disciplina de los obispos, Carlos X reclamó la concesión de su plácet, impidiendo la comunicación directa del papa con los prelados franceses. Carlos X llegó incluso a prohibir la exhortación de León XII dirigida a los cismáticos de la Pequeña Iglesia para que volvieran a la unidad.

No obstante, aunque personificado en un clérigo, un nuevo problema se estaba gestando entonces en Francia, que estallaría con toda virulencia en el pontificado de Gregorio XVI (1831-1846). Dicho clérigo adquirió una notable notoriedad ya en la etapa de León XII. Se trataba de Felicité de Lamennais (1782-1854), bretón converso en 1804, ordenado sacerdote en 1816, y apóstata desde 1834, que murió separado de la Iglesia. Hombre de un temperamento radical y escasa formación teológica, era sin embargo un buen polemista. Se hizo popular al publicar en Le Conservateur, Le Défenseur y Le Drapeau Blanc sus escritos ultramontanos «en perpetua exageración —según se ha escrito— que pone la lógica al servicio de su pasión, o más bien, que toma su pasión por la lógica misma». Su prosa hiriente habitualmente atacaba a las personas; y así se refería a Lainé y Corbin como «continuadores de Enrique VIII», al abate Clausel de Montáis le apodaba el «Marat del galicanismo» y a los jesuítas les llamaba «granaderos de la locura» (J. Leflon, La Revolución...). Lamennais elaboró los argumentos de estos años con el entramado del fideísmo y del tradicionalismo, manifestando un llamativo desprecio hacia la razón humana, a la que llegó a calificar de «débil y vacilante luminaria». Su primera fase ultramontana queda reflejada nítidamente en una de sus máximas: «Sin papa, no hay Iglesia; sin Iglesia, no hay cristianismo; sin cristianismo, no hay sociedad» (G. Redondo, La Iglesia en el mundo contemporáneo, t. I). Al final del pontificado de León XII cambió de postura, y si hasta entonces pensaba que la Iglesia debía ser necesariamente tradicionalista, a partir de 1829 defendió que con la misma necesidad y exclusivismo debía abrazarse al liberalismo. A pesar de tan espectacular cambio, el clérigo bretón mantuvo inalterable su radicalismo, hasta exigir que sus tesis personales se convirtieran en doctrina oficial de la Iglesia. La indiferencia y el silencio de la Santa Sede ante semejante pretensión le fue alejando de la Iglesia hasta romper formalmente con ella. La ruptura se produjo durante el pontificado de Gregorio XVI.

En efecto, León XII no vería el desenlace ni de ésta ni de otras muchas cuestiones, que se habían iniciado durante su pontificado. En el invierno de 1829 sufrió otra de las muchas recaídas de salud, quizá una de las más cortas, pues ésta que fue la definitiva sólo duró cinco días. Cumplidos los 68 años y tras cinco años y medio de pontificado, consumido como estaba desde hacía tiempo por las enfermedades, tuvo una corta y tranquila agonía. Falleció el 10 de febrero de 1829.


Paredes, Javier. (1998). Diccionario de los Papas y Concilios . Barcelona: Editorial Ariel, S.A

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