DE SAN PEDRO A CONSTANTINO
La tarea con que se enfrenta el historiador de la Iglesia, consiste en relatar las vicisitudes de esta sociedad, de fundación divina, en los dos mil años transcurridos, aproximadamente, desde que empezó su misión, estudiando su campo de acción, las circunstancias que han favorecido o estorbado su misión, con los personajes que han contribuido a ello. ¿Cómo se ha desarrollado la propia sociedad interiormente? ¿Hasta qué punto ha cambiado o se ha conservado uniforme? Hoy día constituye un cuerpo con quinientos millones de miembros. Entre sus miembros incluye a todas las razas conocidas, todas las nacionalidades, todas las clases sociales. Es una sociedad perfectamente organizada, con sus creencias expuestas en una teología científicamente elaborada y una vida moral en íntima dependencia con sus creencias, mientras un detallado código regula los pormenores de su organización y el desenvolvimiento de su vida corporativa.
Toda historia de la Iglesia tendrá que evidenciar, de algún modo, cómo todo este complejo se ha desarrollado partiendo de aquel grupo inicial de creyentes, "alrededor de ciento veinte" (Act r, 15), que, después de la Ascensión de Nuestro Señor, "perseverando unánimemente en la oración" (ibid. 1, 14), esperaba en el Cenáculo la venida del Espíritu Santo. Toda historia de la Iglesia tendrá, pues, que batallar, con dos mil años de compleja actividad humana. Escribirla, aun del nodo más sumario, si se pretende que la reseña de los hechos sea algo más que una simple enumeración y que todos los personajes importantes queden al menos- aquejados, requerirá varios volúmenes. Un libro de las reducidas dimensiones del presente debe contentarse con ser una extensa tabla cronológica, o bien con dar sólo una impresión muy general de los principales acontecimientos, de las tendencias y de las personalidades que les dieron forma o se formaron en ellas. Hemos optado por lo segundo, aun dándonos perfecta cuenta de las omisiones que ello nos impondrá, así como del riesgo que correrá el relato de convertirse a veces en caricatura. No hay espacio, desde luego, en un libro como éste para el examen de distintos puntos de vista, ni siquiera para la exposición razonada del adoptado por el propio autor. El libro se ofrece simplemente como una iniciación de carácter puramente elemental, que referirá cono partes de un todo orgánico "los principales acontecimientos que marcaron el rumbo o fueron considerados especialmente simbólicos en el decurso de cada época, considerando a grandes rasgos el influjo ejercido en el desarrollo general por las grandes personalidades de la Iglesia.
Las fuentes de que dispone el historiador en su reconstrucción de la historia de la Iglesia primitiva están lejos del ideal. No existen diarios, memorias ni correspondencia de los principales personajes; no hay archivos de documentos oficiales, ni actas sistemáticamente registradas, ni certificados, ni estadísticas. Nos quedan las sumarias referencias de la vida de Nuestro Señor, que llamamos Evangelios. Se conservan cartas de varios apóstoles a distintas comunidades cristianas y, en los dos siglos inmediatos, una colección no demasiado volumi.nosa de escritos polémicos, apologéticos y expositivos. Pero en parte alguna, salvo en los Hechos de los Apóstoles, encontramos a lo largo de casi trescientos años, nada que pueda llamarse un documento histórico contemporáneo. Preciosos datos no son, a menudo, más que noticias ocasionales (obiter dicta), cuidadosamente espigados del teólogo o del polemista, e incluso del descreído y del hereje no menos que del escritor católico.
No es de extrañar que el porcentaje más elevado de hechos conocidos para nosotros lo arrojen los que podríamos denominar "hechos literarios" - la aparición de nuevas teorías doctrinales o ascéticas, su aceptación o condena, su repercusión en las creencias ya aceptadas -, más bien que los relativos a posibles revoluciones administrativas o al choque de políticas y personajes rivales. Con todo, existe una gran excepción, continuada a través de los tres primeros siglos en todas las partes de la Iglesia, y es el hecho de la aceptación de la muerte y la tortura por el católico antes que renegar de su religión. Son los mártires los primeros personajes de este catolicismo primitivo, pero de su inmensa multitud sólo un puñado nos es conocido, aunque no sea más que por su propio nombre.
Aparte de los mártires, la historia primitiva, tal como nosotros la conocemos, es una historia de luchas a vida o muerte cuyos caudillos han quedado generalmente en el anonimato : la lucha, por ejemplo, por defender la verdad revelada del movimiento modernizante que intentaba la amalgama de todas las verdades religiosas, o para mantenerla claramente diferenciada de las erróneas teorías con que muchos cristianos pretendían identificarla al explicar sus propias opiniones particulares ; o la lucha por evitar prematuras "explicaciones" doctrinales, que no hubieran hecho sino perjudicarla.
Entretanto la Iglesia crecía pasando de Palestina al Asia Menor, Grecia, Italia, Egipto y África a las Galias y a España, Alemania y Gran Bretaña. Mas ignoramos las circunstancias en que la fe se introdujo en esos países, y de los misioneros que llevaron a cabo esta labor, si se exceptúan los de la primera generación, no conocemos apenas ni los nombres. El hecho de la pujante expansión proselitista está así, a la vista, y en esos países quedan iglesias, reconocidas como Iglesia de Cristo por los fieles de regiones donde el cristianismo existía con anterioridad ; pero un desconcertante anonimato se extiende sobre todo lo demás.
Con la misma vaguedad tropezamos al buscar detalles cronológicos o personales, relativos al primitivo desarrollo de la organización interna de la Iglesia, como, para poner un ejemplo, en el caso de los orígenes de una institución tan característica como la vida comunitaria, públicamente autorizada, de los consagrados a Dios por el voto (le virginidad. Al iniciar, pues, nuestro estudio de la historia de la Iglesia no debemos prometernos imposibles. Menos aún debemos esperar que un estudio histórico haga lo que sólo la Iglesia docente puede hacer, esto es, ofrecernos un cuadro completo de la revelación hecha por Nuestro Señor Jesucristo. La historia de la Iglesia únicamente confirma la doctrina (le la Iglesia, nunca puede suplirla ni reemplazarla. No es, ni podrá serlo jamás, el medio principal para nuestro conocimiento (le esa doctrina.
El primer hecho importante comprobable en el mundo que vió nacer a la Iglesia, es el interés universal que suscitaba todo lo religioso. San Pablo, escribiendo a los gálatas, describe a Dios enviando a su Hijo "en la plenitud de los tiempos", texto que la historia puede relacionar con el hecho (le un movimiento universal de transformación religiosa iniciado en las proximidades (le Alejandro Magno (muerto el 323 a. de J. C.), y que alcanza su punto culminante hacia la época del nacimiento (le Cristo.
En resumen, este movimiento suponía en todas partes una conciencia mayor de la fraternidad del género humano y una vuelta hacia la religión y sus ritos que harían más honda la percepción de este sentimiento. La religión estaba llamada a desempeñar un nuevo papel social en la vida del hombre. Ya no se esperaba de ella únicamente ese formalismo ritual debidamente ejecutado con el fin de aplacar a los dioses, ganar su favor o dar validez a los actos de la vida social. La religión tenía que saber de la miseria humana, de las ansias y las incertidumbres del hombre, sobre todo de su incertidumbre respecto de su propio origen y meta. Debía tener en cuenta esa incesante lucha desarrollada en todo corazón humano entre su "yo" ideal y las continuas apetencias contrarias de un "yo" inferior. Debía enfrentarse con el hecho de las frecuentes caídas del hombre y darle de algún modo la seguridad de que esas caídas no habían, al fin, de hundirle. La nueva orientación comienza, pues, a asociar, por vez primera, religión y moralidad. Simultáneamente con esta lenta transformación. religiosa, comienza a actuar, por la asociación a la misma de ideas éticas, otra nueva fuerza o tendencia conocida por sincretismo. La gradual sujeción de casi la totalidad del mundo conocido a la hegemonía política de Roma trajo consigo un ensanche del campo de visión. Desaparecieron viejas barreras, como las fronteras entre naciones, y al convertirse todo el mundo en un solo Estado, sus diferentes culturas y sus innumerables religiones empezaron a influirse y a fusionarse como nunca había ocurrido hasta entonces. En todas partes se hallaban ahora los hombres en condiciones de estudiar las religiones y comparar sus mutuas divergencias y puntos de contacto en ritos y leyendas. Pronto las principales divinidades de up olimpo pagano empezaron a aparecer en otro y sus leyendas a filtrarse de un sistema a otro.
La nueva religión de Jesucristo, apenas hubo salido del medio judío en que fue predicada al principio, se vio sometida a la presión de influencias religiosas esparcidas a todo lo ancho del mundo. En cada ciudad había filósofos místicos y maestros de moral dispuestos, con sus huestes de discípulos y adeptos, a ver afinidades entre sus propias creencias y la doctrina del recién llegado propagandista. Además, una vez que la Iglesia empezó a hacer prosélitos de esta clase, nada más natural que éstos se sintieran atraídos por la labor de convertir a sus antiguos compañeros y que intentaran presentarles el cristianismo con el único lenguaje inteligible para ellos, esto es, mediante una adaptación de la terminología de sus antiguas creencias filosófico-religiosas.
En toda esa actividad, en esos primeros contactos del pensamiento cristiano y el pensamiento filosófico pagano, es natural que hubiera mucho margen para falsas interpretaciones y graves errores. Y la-autoridad de la Iglesia carecía, naturalmente, de precedentes que imitar en su acción reguladora. Era la primera vez que tales cosas ocurrían, y la Iglesia tenía que actuar de acuerdo con su naturaleza.
La historia de esas primeras crisis y su resolución quedará expuesta con la mayor sencillez en la descripción de los gnósticos, con los demás herejes y los apologistas de los tres primeros siglos.
El gnosticismo, como el nombre lo indica, pretendía ser un camino para llegar al conocimiento, o mejor dicho, a la visión de Dios. Proclamaba que su doctrina, sus ritos y sus prácticas tenían carácter revelado y habían sido transmitidos y preservados a través de alguna misteriosa tradición. Se presentaba como un infalible medio de salvación, actuando generalmente mediante fórmulas y ritos mágicos, mas no se ofrecía a todos los hombres, sino - y éste era el secreto de la atracción que el movimiento ejercía - a la minoría selecta de los iniciados.
Constituía la base doctrinal gnóstica, la idea de un antagonismo radical entre el mundo de la materia y el mundo del espíritu. La materia era mala, sólo el espíritu era bueno. El Dios supremo no sólo era, por tanto, puramente espiritual, sino que no tenía, no podía tener, contacto alguno con lo material. La creación del mundo material era obra de un dios inferior (Demiurgo) o, en algunos de los sistemas gnósticos, de los ángeles. Uno de los rasgos más impresionantes de toda la doctrina gnóstica, era la cuidadosa elaboración genealógica de esas sucesivas emanaciones por las que el Dios supremo se vinculaba a la realidad creada. La doctrina sobre el antagonismo de materia y espíritu y la maldad de todo lo material, tuvo muy diversas consecuencias en la enseñanza y la práctica de la moral gnóstica. Los gnósticos caían inevitablemente en los extremos. O vivían sin freno de ninguna clase, puesto que la carne, siendo materia, no merece tenerse en seria consideración o practicaban un ascetismo antinatural, pues siendo mala la materia, la carne es algo vitando y hasta el mismo matrimonio es pecaminoso.
El hecho histórico de la vida de Jesucristo y su muerte no representó gran obstáculo para los sistemas gnóstico-cristianos. El cuerpo de Jesucristo, afirmaban, era sólo cuerpo en apariencia, ya que la materia es siempre perversa. Y, naturalmente, su muerte no fué una realidad, sino un hecho aparente. Los primeros síntomas de tentativas gnósticas para fusionarse con el cristianismo pueden señalarse en las advertencias del Nuevo Testamento 2. Es verdad que no había un único sistema gnóstico, pero no es menos cierto que estas ideas eran comunes a todos los gnósticos y fundamentales en todos los sistemas. Así, el gnóstico se jactaba de saber todo cuanto podía saberse. Era el heredero universal de todas las tradiciones religiosas, poseía la clave de todos los misterios y dominaba todos los cultos. Por razón de su ciencia, el gnóstico sabía cómo salvarse. No era ya la víctima de las cosas materiales, sino omnímodamente libre. Y era, naturalmente, el maestro supremo para enseñar la verdad sobre Dios y su creación.
A pesar de los fantásticos desvaríos claramente señalables en el gnosticismo, tenía una manifiesta, aunque superficial relación con el cristianismo, al interesarse por ofrecer una solución a los problemas que universalmente inquietaban a la humanidad: el significado del mal, la sanción del pecado, las posibilidades de salvación, la inmortalidad del alma. Estos discípulos de la gnosis veían, con todo, en el cristianismo mucho más material sintetizable en el gran cuerpo de sus creencias, y numerosos conversos procedentes de las diversas corrientes gnósticas intentaron utilizar sus presupuestos filosóficos en orden a una explicación racional de los misterios cristianos. El resultado natural de esta tentativa fué la aparición, en el curso del siglo rr, de un nuevo gnosticismo cristiano que pronto comenzó a manifestarse por todas partes y a ganarse claramente a muchos de la clase culta, atraídos por sus promesas de una explicación racional de la fe.
El justificante supremo de todo principio gnóstico era la propia posesión personal de un especial conocimiento. Es sumamente interesante observar coino, a este primer intento de subordinar la fe a una particular explicación de la misma, la Iglesia replicó haciendo hincapié en que es la propia naturaleza del cristianismo lo que es transmitido por el creyente tal como él lo ha recibido, y que la fe no es algo conformable por inteligencia humana, sino algo que la autoridad de la Iglesia ha de proteger contra cualquiera de esas adaptaciones. Los impugnadores del gnosticismo eran los obispos de las iglesias donde aquél se manifestaba, y su única arma contra el sutil peligro era la proclamación de que el gnosticismo estaba en desacuerdo con lo que ellos mismos habían recibido. El cristianismo se muestra así, en su primera controversia doctrinal, como una religión esencial y estrictamente tradicionalista.
Un nombre ilustre se nos ha conservado de entre esos obispos impugnadores de los gnósticos, el de San Ireneo de Lyon (muerto hacia 202). Nacido en Oriente, fué discípulo de San Policarpo, obispo de Esmirna, que era a su vez discípulo de San Juan Apóstol. Ireneo pasó algunos años en Roma y luego fué ordenado sacerdote en Lyon y, por fin, al ser martirizado el obispo de esta ciudad en la gran persecución del 177, le sucedió en el cargo. Su obra más famosa, generalmente llamada Adversos Hereses, tiene por título original Exposición y refutación de la falsamente llamada Ciencia. Es un detenido examen del gnosticismo tal como el Santo lo conocía, con una denuncia de sus errores dogmáticos y morales. Pero, más que por esto, es importante por el modo particular como trata el problema de los errores gnósticos, que constituye un tipo universal de argumentación capaz de contrastar la verdad de toda teoría que se llame cristiana, y que de hecho ha sido seguida desde entonces por la iglesia en sus controversias doctrinales. Aunque sólo fuera por su labor precursora, como introductora de esta comprobación ahora clásica de la ortodoxia cristiana, San Ireneo debe quedar clasificado como una de las grandes figuras en la historia de la Iglesia.
La pretensión gnóstica de corregir y completar la fe mediante un superior conocimiento esotérico carece de valor, pues doctrinas elaboradas por la ciencia no son cristianas, por no ser auténticas. Si alguien desea conocer con certeza lo auténtico en materia religiosa, no tiene más que buscar una iglesia cuyos obispos se remonten ininterrumpidamente hasta entroncar con alguno de los doce apóstoles. Lo que estas iglesias nos enseñen como retransmitido desde los apóstoles, es verdad. Lo que esté en contradicción con esto será necesariamente falso. La búsqueda de esas iglesias de ascendencia apostólica sería tarea ardua. Es más sencillo, y suficiente, descubrir la doctrina de la Iglesia Romana, fundada por los gloriosos apóstoles Pedro y Pablo. "Porque con esta Iglesia deberán ir a la par todas las demás, por razón de su superior autoridad." La prueba de la ortodoxia cristiana es la doctrina de la Iglesia Romana.
El gnosticismo nunca llegó a desaparecer por completo. No es fantasía decir que a través de toda la historia posterior ha pervivido una corriente gnóstica subterránea, cuyo espíritu informa movimientos todavía activos. Pero nunca, desde la época de San Irineo, ha amenazado tan peligrosamente a la Iglesia.
Merecen citarse, además, otros dos movimientos contemporáneos del gnosticismo, causa también de gran inquietud, pues pretendían, como él, una radical transformación del cristianismo, y como él lograron, también, apartar a muchos creyentes de la ortodoxia cristiana. Son los movimientos llamados, según los nombres de sus fundadores, marcionismo y montanismo.
Hay, pues, una oposición fundamental entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, y Marción es profundamente antijudío. Su gran héroe es San Pablo, el más grande de todos los discípulos de Jesucristo. Las cartas de San Pablo constituyen la carta magna. Desgraciadamente, según Marción, estos documentos sufrieron mucho en manos de los cristianos filo-judíos que perseguían a San Pablo vivo y muerto. Se negó a aceptar mucho del contenido de las epístolas de San Pablo, tal como han llegado a la Iglesia, y, empleando como criterio de autenticidad sus propias teorías teológicas, sacó a luz una versión revisada de San Pablo (y realmente del Nuevo Testamento), de la que cercenó todo cuanto no cuadraba con su sistema.
Marción tenía genio de organizador. Logró numerosos discípulos y, siguiendo el ejemplo de la Iglesia, los organizó en iglesias por todo el mundo romano y los dotó de un ritual y un código moral de un rigor imposible, basado en la noción, que compartía con los gnósticos de que todo lo material es malo y de que el discípulo tiene que liberarse en la medida de lo posible de la servidumbre de la materia, es decir, de su empleo.
Montano, que apareció en la segunda mitad del siglo II, no surgió como un innovador en materia de creencias. Su única contribución a la vida de su tiempo fue la firme convicción de que la segunda venida de Nuestro Señor era inminente. El suceso había de acontecer en Pepuza, cerca de la moderna Angora, y hacia allí debían encaminarse todos los verdaderos seguidores de Jesucristo. La firmeza de esta afirmación la basaba en una pretendida inspiración privada. Su personalidad y elocuencia de nuevo profeta le ganaron una multitud de discípulos, que se congregaron en tal cantidad en el lugar señalado, que surgió una nueva ciudad para cobijarlos. Tampoco la tardanza de la segunda venida puso fin al movimiento. Por el contrario, le dio nueva vida y forma como una especie de cristianismo de selectos, que no se guiaban por otra autoridad que por el Espíritu Santo obrando directamente sobre ellos, y que practicaban un riguroso ascetismo del mismo tipo que los marcionistas y algunos de los gnósticos.
Los montanistas eran muy numerosos y como es natural, fue sólo cuestión de tiempo el planteamiento del conflicto con los obispos de todo el mundo, pues para esos protegidos del Espíritu no contaba para nada la autoridad episcopal. El hecho más importante del movimiento fue, quizá, la captación de Tertuliano, jurisconsulto africano de extraordinaria fuerza intelectual, polemista de primer orden, dotado de la clara ferocidad de un Swift y de un estilo literario que nos recuerda a Tácito. Tertuliano es el primer teólogo latino, y la huella de su genio es todavía perceptible en la actual técnica catequística. La defección de su gigantesca personalidad tuvo que ser un golpe terrible para la Iglesia, a la. que desde entonces atacó con toda la habilidad que durante años había empleado contra los adversarios de la misma.
Nada tiene de llamativo, para el lector medio, una relación como ésta, pero estamos ya asistiendo a la aparición de tipos que nunca cesarán de reaparecer a lo largo de dos mil años : cristianos que se proponen explicar el catolicismo en conformidad con las corrientes intelectuales de la época; cristianos que apartan la vista de las dificultades presentes, para volverla a una lejana edad de oro de la primitiva fe; cristianos que desertan de una doctrina oficial que no favorece sus gustos personales, alegando una inspiración privada que los libera de toda disciplina. En cierto sentido, la historia de la Iglesia es un tejido donde los hilos de esa clase no hacen sino cruzarse y volverse a cruzar.
Cincuenta años, poco más o menos, después de las primeras manifestaciones del montanismo apareció en Persia una curiosa secta, que era una fusión de elementos cristianos, paganos y gnósticos. Su fundador, Manes. tenía el propósito deliberado de sintetizar en una nueva religión los mejores elementos de todas las anteriores. Bajo la denominación de maniqueísmo, algunas de sus teorías habían de superar todas las tentativas de represión, tanto paganas como cristianas, durante unos mil años largos, constituyendo, en el curso de todo ese tiempo, un peligro constantemente renovado para la paz del mundo. Había de llegar un tiempo, en el siglo iv, en que la pretensión de Manes se vería momentáneamente realizada con la implantación de la iglesia maniquea, desde Marruecos a China.
Manes, que se llamaba a sí mismo "apóstol de Jesucristo", no se tenía menos por el intérprete definitivo de Zoroastro o de Buda. El Paráclito había descendido sobre él revelándole todos los misterios. El maniqueísmo es, en realidad, una herejía de tipo gnóstico, pero organizada, como lo fuera el marcionismo, con la capacidad del genio. Sus doctrinas incluían la común oposición entre materia y espíritu, la idea de la maldad intrínseca de la materia y una curiosa yuxtaposición de un ascetismo extraordinario rechazaban, por ejemplo, el matrimonio, con la más refinada disolución. De las relaciones entre el maniqueísmo y la Iglesia en el primer siglo de su existencia, sabemos muy poco. Pero desde el momento en que la herejía interfiere con la temprana vida del que fue una de sus presas más ilustres, San Agustín de Hipona, la vemos en continuo conflicto con la Iglesia, hasta su derrota final en la cruzada albigense del siglo XIII.
Algo hay que decir también sobre el vigor intelectual de aquellas primitivas generaciones cristianas, y los primeros pensadores que intentaron formular de una manera categórica la respuesta a las cuestiones : ¿Quién es Jesucristo ? ¿Cómo es Hijo de Dios ? ¿ Y si Él es Dios y el Padre es Dios, cómo Dios es uno? ¿ Y si Dios es uno y el Padre es Dios, y Jesucristo no es el Padre, cómo Jesucristo es realmente Dios? En una época tan prolífica en sectas y teorías religiosas como ésta, cuando según todas las apariencias, la discusión religiosa era ocupación de todo pensador y publicista, no pasó mucho tiempo sin que al pensador cristiano se le plantearan esos problemas, bien desde el exterior, o bien por inevitable reacción interna ante el medio ambiente.
La Iglesia nada hizo, oficialmente, por formular una respuesta satisfactoria a tales cuestiones. Todo lo emanado de la autoridad no fue sino una fiel y constante reiteración de la fe tradicional: hay un solo Dios, Jesucristo es verdadero Dios, Jesucristo es verdadero hombre. Las tentativas particulares de interpretación fundadas sobre una base lógico-filosófica y más especialmente siguiendo huellas platónicas, cayeron con no poca frecuencia en el error. Algunos - así los llamados monarquianos - salvaban la unidad de Dios negando la divinidad a Jesucristo, que no era sino hombre, y sólo era Dios - según ellos explicaban - por una especial y única adopción.
Otros lo presentaban como Dios, ciertamente, pero sólo en un sentido secundario, subordinado. Otras teorías explicaban la Trinidad como tres modalidades, papeles o funciones del verdadero y único Dios.
La Iglesia no está asistida en su función doctrinal por nuevas revelaciones sistemáticas a su jerarquía, ni esos ministros, los obispos, están guiados por una positiva inspiración. Los medios a su alcance son medios humanos, a saber, su propia ciencia y el conocimiento de la tradición. En su papel de guardianes de la tradición están preservados del error. Jamás afirmarán el carácter tradicional de una verdad si ésta no lo es, ni al contrario se lo negarán a la que lo posea. En medio de estas tempranas controversias teológicas tuvieron lugar, en forma negativa, las primeras actuaciones de la Iglesia. La actividad intelectual de los cristianos se desarrolla, y de vez en cuando tiene lugar la condena oficial de una u otra teoría. Luego, en un momento dado, una larga discusión madura y cristaliza en una fórmula unívoca y de sentido ortodoxo. La Iglesia, entonces, la acepta, la hace suya y la emplea en adelante cono vehículo doctrinal.
En el curso de esos siglos II y III la Iglesia actúa dentro de ese vigilante sistema negativo. El terreno queda así desbrozado para la nueva construcción positiva de las grandes definiciones conciliares que llenan los siglos iv y v, obra constructiva a la que llega la Iglesia desembarazada de toda alianza temporal con la mutabilidad de meras teorías humanas.
La Iglesia, desde su primera presentación en el Nuevo Testamento, está organizada en multitud de "iglesias", una para cada ciudad. En cada iglesia se distinguen dos grupos : el clero con las funciones de presidir, ofrecer el sacrificio, administrar los sacramentos y explicar la doctrina ; y el laicado. Esta estructura se repite en todas partes, con una uniformidad que excluye la mera casualidad y revela la imitación de un modelo común.
El clero era elegido por la totalidad de cada iglesia local recibiendo los poderes espirituales por el rito de la imposición de las manos de otros que los habían recibido ya a su vez, juntamente con la facultad de transmitirlos. Existe una triple gradación entre el clero. Cada iglesia estaba presidida por un solo obispo 3, asistido a su vez por sacerdotes, en la tarea espiritual, y por diáconos, cuya misión principal era el cuidado de los bienes de la Iglesia, la distribución de limosnas, la asistencia a los pobres, viudas y huérfanos y demás obras de caridad y beneficencia que constituyeron una de las notas más características del primitivo cristianismo. "Cómo se aman unos a otros" fue una de las primeras y más espontáneas confesiones que el paganismo tributó a aquellos cristianos cuya religión nosotros heredamos.
Las diversas iglesias fundadas por un mismo apóstol poseían una evidente unidad en relación con el fundador común. En la mayoría de las cuestiones gozaban de autonomía propia, pero durante el siglo II se inició un movimiento que hacia mediados del siglo III terminó por agrupar a las iglesias de una región determinada en torno a la iglesia de la ciudad o metrópoli principal. A partir de esa época se empieza a observar la práctica de reunirse en concilio los obispos de una región para asuntos de general importancia, determinando su acción en común por la voluntad de la mayoría. Sin duda estas primeras agrupaciones estuvieron en gran parte condicionadas por las. circunstancias que acompañaron la fundación de las diversas iglesias, agrupándose, por ejemplo, las iglesias filiales en torno a la metropolitana que las había fundado. Así, la Iglesia de Alejandría tenía una cierta soberanía sobre todos los obispos de Egipto, y las iglesias de Italia tenían una especial dependencia del obispo de Roma.
Todos esos cristianos, miembros de una u otra de esas iglesias locales, se sentían y eran miembros de la gran Iglesia universal de la que todas esas eran células, esto es, de la Iglesia universal, o Iglesia católica, como la llamó San Ignacio de Antioquía hacia el 107, en frase que ha perdurado. Entre ellos, la unidad de fe, ritual y reglamentación de la vida diaria era absoluta.
No es mucho lo que sabemos acerca de los primeros pasos de esta Iglesia romana, velados por la obscuridad que, en esos siglos, nos vela tantas cosas. Con todo, sabemos relativamente bastante, y es significativo el hecho de que, siempre que Roma hace su aparición, la vemos desempeñando ese papel privativo suyo que nunca se le ha sido denegado (aunque a veces se haya hecho oposición a su ejercicio), papel que ninguna otra iglesia intentó jamás reclamar para sí, es decir, el papel de una superintendencia general sobre todas las iglesias de la Iglesia católica.
Así, vemos la Roma del Papa Clemente I, hacia el año 90, intervenir en los asuntos de la Iglesia de Corinto. Aproximadamente en la misma época, San Ignacio de Antioquía confirma la singular posición de la Iglesia romana en las famosas cartas escritas la víspera de su martirio en Roma (107). Hemos visto la tradición como aparece en San Ireneo. Hacia la misma época, bajo el Papa Víctor 1 (189-198) tiene lugar una enérgica actuación de la autoridad romana para reducir a obediencia a la Iglesia apostólica de Éfeso en una disputa litúrgica. Sesenta años después surge otra crisis entre Roma y Cartago. Esta vez la cuestión no es meramente disciplinal, y toda la actitud de Roma es una vez más la de un juez sin apelación, dictando la ley y un ultimátum para asegurar su observancia. El personaje enfrentado con Roma era aquí nada menos que San Cipriano, el primado de Cartago; y en el año 262 hallamos al Papa Dionisio corrigiendo la teología de su homónimo el obispo de Alejandría.
Esas intervenciones son provocadas hasta ahí por crisis que respectan a la fe, la doctrina tradicional y su práctica. Pero es la doctrina lo que importa por encima de todo: ella es la base de todo lo demás. Mantenerla pura e incontaminada es la función primordial de la Iglesia, siguiendo en importancia la predicación de la doctrina, que es la especial misión del obispo.
Esta doctrina se presentaba a los fieles en la congregación semanal, celebrada el primer día de la semana, en la que se ofrecía el sacrificio de la Sagrada Eucaristía recibiendo toda la asamblea al mismo Jesucristo realmente presente bajo las apariencias de pan y vino, sobre los que el obispo que presidía había pronunciado las misteriosas palabras rituales. Estas alocuciones tenían como ocasión la lectura de los libros del Antiguo y Nuevo Testamento, que se hacían durante el oficio. El texto, especialmente el del Antiguo Testamento, era a menudo expuesto en forma alegórica, y de él se extraía la exposición de la verdad y moralidad tradicionales.
Aparte de estas alocuciones generales, se daba a los neófitos en todas las iglesias la instrucción sistemática previa a su recepción en el seno de la Iglesia por el rito sacramental del bautismo. Estas instrucciones teórico-prácticas se desarrollaban durante un largo período, a lo largo del cual se preparaba al catecúmeno mediante diversos ritos y oraciones especiales para las solemnidades de Pascua, en las que tenía lugar su bautizo.
Un tercer sistema de enseñanza empleado por la Iglesia lo constituían las escuelas catequéticas, tales como la establecida por el obispo de Alejandría. Aquí, de un modo muy parecido al de todos los centros intelectuales del Imperio, el doctor cristiano disertaba, no para cualquier público que quisiera acudir a él, como habían hecho los primitivos apologistas (San Justino Mártir, por ejemplo) en sus aventuradas empresas escolares, sino para el cristiano anhelante de conocer mejor su fe o de prepararse para responder a las objeciones que a diario se le hacían contra la misma. Dos maestros alejandrinos han dejado un recuerdo imperecedero: Clemente y Orígenes.
Clemente (del 150 hasta aproximadamente el 215) había nacido en Atenas. Poseía toda la cultura filosófica y literaria de su tiempo, y, una vez convertido y establecido en Alejandría deleitó a su culto auditorio (Alejandría era entonces la capital cultural del Imperio Romano) con una exposición científica de la fe, en la que vertía todo el tesoro de la vieja cultura materna de sus oyentes. El ciclo completo de las ocupaciones diarias, la totalidad de los aspectos culturales de aquella civilización, quedan revisados desde un punto de vista moral en sus minuciosos escrutinios. Pues Clemente no es sólo un académico que fascina a su auditorio con su hábil disertar, sino un sacerdote que guía a las almas hacia la perfección.
Es bastante curioso que por estas fechas el núcleo judío, de cuyas actividades había brotado todo ello, había desaparecido por completo. Las divisiones entre los partidarios de la imposición de la ley judía a todos los cristianos y los que, con San Pablo, le negaban cualquier carácter de obligatoriedad, habían debilitado ya al cristianismo judío, cuando la guerra del 69-70, con la destrucción de Jerusalén, destruyó su misma razón de ser. La Iglesia judía había quedado ya reducida a un exiguo puñado de creyentes cuando, sesenta años más tarde, la represión por Adriano de la última revuelta judía y el establecimiento, sobre las ruinas de la Ciudad Santa, de la nueva ciudad de Aelia, en la que ningún judío podía entrar, consumó su destrucción como iglesia. Los judíocristianos, errantes desde entonces por Palestina, dejaron de ser reconocidos como cristianos por sus correligionarios griegos y sirios. Ahora eran los nazarenos, considerados, justa o injustamente, como herejes, y clasificados a veces como tales en los catálogos de escritores eclesiásticos.
La evangelización de Oriente se había desarrollado así con presteza a lo largo de estas tres primeras centurías. En Occidente fue muy distinto el caso. Sobre los mismos orígenes del cristianismo en Roma nada sabemos. Existe ya una floreciente iglesia cuando, en el año 56, San Pablo se refiere a ella. Tres años después llega él mismo, prisionero, a Roma, en cumplimiento de su apelación al Emperador. San Pedro aparece aquí, por primera vez, probablemente unos tres años más tarde, más o menos cuando San Pablo, libre ya, abandona la ciudad. En el transcurso de los dos siglos posteriores fueron fundadas, precisamente por Roma, los cientos de iglesias de Italia central y meridional.
El África romana tenía a Cartago por capital cristiana ; y aunque sabemos que la ciudad se convirtió en un centro de actividad misionera, también aquí ignoramos cómo recibió ella misma la fe.
En los planes de San Pablo entraba la evangelización de España, y es probable que visitase efectivamente este país. Pero poco sabemos del cristianismo español hasta mediado el siglo III. La primera noticia que nos llega de la Iglesia en lo que hoy día es Francia, es el clamor de la gran persecución de Lyon en el 177, y no es sino hacia el 250 cuando sabemos de las iglesias de Arles, Toulouse, Reims y la lejana Tréveris. De otras ciudades francesas sabemos que poseyeron iglesias a partir del siglo siguiente, pero el oeste de Francia seguía en su mayoría pagano cincuenta años después de la conversión de Constantino (312).
Tampoco sabemos nada, hasta la segunda mitad del siglo III del cristianismo, del valle del Danubio, en Hungría, Austria o Baviera ; y la primera información segura acerca de la Iglesia en Gran Bretaña es la aparición de obispos británicos en el concilio de Arles, en 314.
El paganismo -en cualquiera de sus variedades- no poseía una determinada creencia religiosa. La cuestión de la incompatibilidad de una forma de paganismo con otra carecía de sentido. Ningún pagano podía tener escrupulosos reparos por unas formas de culto distintas de las que habían conquistado sus preferencias personales. Ninguna dificultad había en compaginar su culto favorito con el culto de Roma y el Emperador. En este aspecto, para el romano, el cristiano aparecía como un excéntrico peligroso. Su religión no formaba parte de su nacionalidad entendida puramente como nacionalidad, ni podía formarla al contrario de lo que sucedía con los prejuicios religiosos judíos. El cristiano era un ciudadano ordinario, que profesaba una fe incompatible con cualquier otro culto. Rechazaba cualquier reconocimiento de los únicos dioses que el Estado conocía. Para el Estado era un impío, un ateo, y en una cultura y civilización cuyo fundamento era religioso, el cristiano resultaba forzosamente tan peligroso como un incendiario en un poblado de chozas de madera.
La imaginación poética, la compasión y gratitud de posteriores generaciones, la indignación contra los perseguidores se han combinado, es verdad, para cubrir los hechos de la historia con una masa de leyenda. Pero la historia de la persecución romana es ya bastante terrible, aun en los escasos pormenores auténticos que conocemos.
Evidentemente, no hubo necesidad de especial legislación para inaugurar esas persecuciones. Una simple acusación comprobada ante la autoridad competente, en el sentido de que la práctica religiosa de un individuo incurre en tal contradicción con el orden de cosas establecido, bastaba para llevar al individuo en cuestión a la pena capital como peligroso para el estado. Esto explicaría la aparente paradoja de que los más duros perseguidores hayan sido, exceptuados locos como Nerón y Domiciano, los mejores emperadores, hombres eficaces, hábiles gobernantes y reformadores, tales como Trajano, Marco Aurelio, Septimio Severo y Decio.
La descripción clásica de "las diez persecuciones" deja mucho que desear como resumen. Es más exacto ir describiendo la larga agresión de acuerdo con las variantes políticas del estado.
En el primer período la persecución se desarrolla sin ningún estímulo de la autoridad, por el proceso ordinario de las leyes en vigor. Luego Trajano (98-117), en respuesta a la conocida pregunta de Plinio el joven, a la sazón gobernador de Bitinia, declara que el cristianismo es en sí un crimen, que los acusados en debida forma deben ser convenientemente examinados y, demostrada su culpabilidad, condenados a muerte. Si renuncian a su fe, serán puestos en libertad. Pero ni la justicia está obligada a tomar la iniciativa en las pesquisas, ni las denuncias anónimas se tomarán en consideración. Este régimen perdura en los cien años siguientes, observándose sin variación notable hasta el advenimiento de Cómodo (180-192), el hijo vicioso y decadente de Marco Aurelio.
En el tercer período el Estado toma la iniciativa. Desde Roma se publican edictos y se traza un plan de conjunto para las operaciones en todo el imperio. A partir de este momento parece abandonarse la política de Trajano. Quizá su abolición definitiva se deba a Alejandro Severo (223-235). Los edictos se promulgan con fines especiales. Mientras están en vigor, la persecución arrecia con una violencia desconocida hasta ese momento, empleándose todo el poder del estado para eliminar a los nombrados en el edicto y someterlos a obediencia. Por otra parte, entre los edictos se suceden intervalos de paz y aun épocas en que la Iglesia goza de la protección del emperador. Un emperador, Alejandro Severo, siente una personal veneración por Nuestro Señor y otro, Felipe el Árabe (244-249), es efectivamente un cristiano.
Los principales edictos de este tercer período son 1) el de Septimio Severo en 201, prohibiendo las conversiones al cristianismo; 2) el de Maximiano, en 235 contra los obispos; 3) el de Decio contra los sospechosos de cristianismo : ésta fue la más terrible persecución hasta entonces ; en pueblos y ciudades, todo sospechoso era arrastrado ante los funcionarios y enviado al sacrificio ; 4) el de Valeriano, en 257, contra los obispos, suprimiendo todas las asambleas de cristianos y confiscando los cementerios, donde a menudo se reunían ; y luego. en 258, contra los cristianos en general. También fue ésta una operación bien organizada y sangrienta. Pero el hijo de Valeriano, Galieno (260-268), hizo la paz con la Iglesia, revocando los edictos y devolviendo las propiedades confiscadas. Desde entonces y durante cuarenta años. los cristianos se vieron libres de toda molestia.
Esta larga paz, que ofreció a la Iglesia la oportunidad de perfeccionar su organización y de construir por doquier las primeras iglesias, quedó interrumpida, brusca e inesperadamente, por los edictos del emperador Diocleciano, que se ensañó en la última y más grande de las persecuciones.
Diocleciano tiene una merecida reputación en la historia como general y gobernante que con su adquisición del título imperial en 284 contuvo la anarquía que durante cincuenta años había arruinado al imperio. Su gran mérito fue darse cuenta de que el mundo romano no podía seguir siendo gobernado por un solo hombre, por lo que nombró coemperador a Maximiano, y de que el emperador debía vivir donde entonces más se le necesitaba, no en Roma sino en la frontera. A cada emperador le fue asignado una especie de emperador secundario, el Cesar; y así, cuando estalló la persecución en 303, su dureza varió según las disposiciones de los cuatro gobernantes del imperio.
Parece que Diocleciano fue inducido a consentir el nuevo ataque contra la Iglesia por una curiosa coalición de filósofos moralistas, sacerdotes gentiles y el burdo, anticuado y rústico paganismo de su ejército. El cristianismo se había desarrollado hasta tal punto en el medio siglo largo transcurrido desde Valeriano, que sus miembros se encontraban por todas las sendas de la vida. Hasta la mujer y la hija del propio Diocleciano eran cristianas.
Las medidas ahora adoptadas tenían por modelo las de Decio. Lo que se intentaba seriamente era una guerra de exterminio. La parte del imperio que gozó de algún respiro fue la gobernada por Constancio Cloro, o sea, España, las Galias y Gran Bretaña, que eran precisamente las provincias menos cristianizadas. En cambio, sobre las antiguas iglesias del Oriente, especialmente sobre las del Asia Menor, se desencadenaron durante unos nueve años todas las furias del infierno. Al dimitir Diocleciano y su colega, se desarrolló una serie de guerras civiles entre los pretendientes a la sucesión. La víspera de una batalla para la conquista de Roma, uno de éstos, Constantino, hijo de Constancio Cloro, declarando su fe en el Dios de los cristianos, colocó la cruz sobre sus estandartes. Su victoria (312) fue el principio del fin, y diez meses después, una decisión conjunta de Constantino y su colega oriental, Licinio (el llamado edicto de Milán), puso término a la persecución en todo el imperio, concedió a todos los hombres la libertad de culto y compensó, además, a la Iglesia por todos los daños sufridos en los diez años últimos.
PHILIP HUGHES
Síntesis de Historia de la Iglesia
Herder 1996
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