La familia franciscana, de los antagonismos a la unidad

La familia franciscana: de los antagonismos a la unidad

La Familia Franciscana es la que presenta el cuadro más completo y matizado del proceso de la Reforma. Es peculiar en su raíz, porque corresponde a una de las opciones primitivas de la orden que era la de los oratorios o casas rurales, en contraposición a los conventos urbanos que fueron adquiriendo los rasgos bajomedievales de la conventualidad, propios de todas las órdenes mendicantes. Era también tradicional y previa a las grandes tesis de la Reforma su motivación que se fundaba en tomar como pauta el Testamento de San Francisco en el que se exhorta a los frailes a seguir la regla a la letra. Conectaba además con una fuerte tradición existente en la Orden de los frailes menores cuyos abanderados habían sido en el siglo XIV el grupo de los Espirituales. Literalidad y desapropiación eran el lema permanente de este grupo y serán ahora la bandera del nuevo grupo que terminará llamándose Observancia.

Los oratorios: reforma espontánea

En el caso franciscano se juntaban estas demandas con las generalizadas de vivir la vida eremítica que caracterizan la fase inicial de todas las reformas de los siglos XV y XVI. Por estas razones los primeros pasos de los promotores de la restauración de la vida eremítica tradicional tuvieron también serias objeciones: inculpaciones de herejía que los llevaron con frecuencia a las cárceles de la Inquisición; cierres y supresiones de sus moradas por los superiores generales y provinciales. Sólo en el pontificado de Gregorio XI (1370-1378) se abría paso esta corriente, contando con la particular simpatía de este pontífice promotor de las reformas regulares. En adelante, especialmente durante el Cisma del pontificado, las gracias y licencias de los papas y de sus legados hacia los promotores de reformas regulares fueron constantes, viendo en ellas un mérito y una legitimación de cada una de las dos obediencias de Aviñón y Roma. Por su parte los superiores generales manifestaron la misma tendencia, demostrando constantemente su benevolencia hacia los grupos de eremitorios y oratorios que se iban creando en Italia. Es la hora de su principal promotor, fray Pauluccio de Trinci (1368-1390).

El efecto inmediato de las iniciativas de Pauluccio de Trinci y sus compañeros fue la recuperación y rejuvenecimiento de una red de eremitorios, algunos abandonados en años anteriores y otros de nueva fundación. En las provincias franciscanas de Umbría, Roma, Toscana y Las Marcas de Ancona este rosario de oratorios comienza a tener gran impacto social y a atraer jóvenes que suelen acumular experiencias seglares en asociaciones cristianas, estudios universitarios y situaciones dramáticas en los conflictos locales. Realizada su incorporación al grupo, se convierten en grandes predicadores populares. Los grandes nombres de esta nueva generación son Bernardino de Siena, Juan de Capistrano, Alberto de Sarteano y Jaime de la Marca, los grandes predicadores populares de Italia y también los grandes agentes del pontificado en la primera mitad del siglo XV, en los momentos en que la Iglesia está agitada por el Cisma.

A diferencia de otras familias religiosas, en la Orden Franciscana el pujante modelo italiano de la Reforma no irradia directamente en otras tierras latinas de la Cristiandad y sólo tiene una prolongación directa en las comarcas danubianas. En España y en Francia se repite el mismo cuadro de la reforma espontánea.

En España con tres grupos de gran originalidad: en la provincia eclesiástica compostelana los Frailes de la vida pobre, impulsados desde el oratorio de San Lorenzo de Trasouto, en Compostela, que no tardan en extenderse en tierras portuguesas; los ermitaños de fray Pedro de Villacreces, que despiertan una gran atracción en la dilatada Provincia de Castilla; los frailes de Santo Espíritu del Monte, en Valencia, puesto en marcha por el genial escritor Francisco Eximenis.

En Francia surgían grupos de observancia literal en Normandía y Turena que se extendían a todo el ámbito francés, en buena parte gracias al empuje de Santa Coleta Cortenaude, célebre reformadora de los monasterios de clarisas y promotora de un grupo de frailes reformados que dependían directamente de los superiores jerárquicos. Éstos tienen notable empuje en los siglos XV y XVI. Serán conocidos como coletanos y presentados por los superiores como observantes bajo los ministros, o sea ejemplo de cómo se puede realizar una reforma jerárquica.

Estos grupos tienen en común el ser abanderados de la pobreza franciscana, de la observancia literal de la Regla, de la vida retirada en oratorios; un tipo de vida que logran estabilizar con la aprobación de los papas que les autorizan a gobernarse por vicarios generales propios y con la definitiva sanción del Concilio de Constanza que en julio de 1415 aprueba su tipo de vida y la confirmación posterior (1433) del Concilio de Basilea. La sanción conciliar, buscada por el grupo francés para su propia tutela, se convierte en los años siguientes en estatuto de autonomía de los nuevos grupos nacionales observantes mediante sucesivas concesiones pontificias. Es uno más de los elementos que favorecen la rápida expansión de esta Observancia incipiente en zonas periféricas como Hungría, Polonia y sobre todo Inglaterra. En este punto de la crisis conciliar, el grupo reformado franciscano representa por lo tanto una nueva opción religiosa con todas las garantías.

Vicariatos generales y provinciales

La configuración definitiva de la Observancia franciscana se produce por sanción del papa Eugenio IV (bula Ut sacra, de 11 de enero de 1446) estableciendo que forme un cuerpo autónomo distribuido en dos vicariatos generales, Cismontano (Italia y Europa central) y Ultramontano (Europa occidental), que ocupan inicialmente dos figuras eminentes de la Orden, San Juan de Capistrano y Juan Maubert, y que esta división se introduzca en todas las provincias, asociando a los reformados en una vicaría provincial. La disposición pontificia pone en marcha de guerra con el nombre de Observancia a todos los reformados, primero para conseguir su difícil fusión, que tarda largos años; luego para realizar una campaña de conquista de los conventos urbanos, que efectivamente pasan en mayoría a las filas de la Observancia, casi siempre por decisiones de los patronos o por ocupación con pretexto de reforma. Un paso que con el valimiento de los reyes se aprueba definitivamente en nuevas bulas pontificias que aprueban estas reformas. En adelante las dos familias de conventuales y observantes se gobiernan con plena independencia, sin que se reconquiste la unidad, pese a los muchos intentos por conseguirlo. La expansión de la Observancia resulta imparable: en crecimiento físico, con unas 1206 casas en las que moran unos 22400 frailes; en la cohesión interna, que se expresa en los Estatutos Generales de Barcelona de 1451; y en el aprecio de los soberanos, prelados, nobles y municipios, que decide a los papas a la máxima condescendencia.

Camino del siglo xvi, la Observancia Franciscana lleva cada vez más la impronta española, debido a la obra del cardenal Francisco Jiménez de Cisneros, arzobispo de Toledo (1495-1517), y a los Reyes Católicos Fernando e Isabel (1475-1516) que con una estrategia de gran eficacia dan varios pasos definitivos: comisión real de reforma, presidida por el cardenal Jiménez de Cisneros, desde 1493 (bula Quanta in Dei Ecclesia, de 27 de julio de 1493); proyecto de reunificación de la Orden bajo un ministro general reformado en los años 1498-1499, que prosigue con diversos tropiezos en los años 1506 y 1517; reforma definitiva de la Orden Franciscana en 1517 a base de la Observancia, con régimen de extinción progresiva de la rama conventual, que no tiene efecto (bula Ite vos, de León X, de 29 de mayo de 1517); nuevas campañas de reforma en tierras navarras y aragonesas durante el reinado de Carlos V que alcanza también a los monasterios femeninos; extinción del conventualismo hispano por disposición de Felipe II, previa aprobación de Pío V (breve Máxime cuperemus, de 2 de diciembre de 1566). Mientras la Observancia franciscana surca el siglo xvi, configurada como institución de disciplina rígida y escasamente sensible a otras formas de vida religiosa más espontáneas, ve nacer en sus filas nuevos brotes disconformes que tratan de dar la primacía a lo eremítico, contemplativo y popular, es decir al estilo que había inspirado los antiguos oratorios. De estas tendencias nacen los frailes descalzos, con un origen lejano de un grupo reformado llamado del Santo Evangelio o de los capuchos que fray Juan de Guadalupe había fundado en Extremadura, en el primer cuarto del siglo xvi, e inspiración más cercana en la figura del asceta San Pedro de Alcántara ( | 1562).